sábado, 12 de marzo de 2016

LOS DESPOJOS DE LA INVENCIBLE


Hacía horas que ya no se escuchaban los zumbidos de los bolaños ingleses. Todo cuanto tuvieron a su alcance y que fue válido para lanzar como proyectil, lo dispararon contra la Armada española, desorganizada y vencida antes de que pudiésemos percatarnos. Los navíos británicos de esbeltas líneas y maniobrados con una destreza envidiable, aparecían y desaparecían uno tras otro con el barlovento o entre la niebla, causándonos bajas y daños que empezaban a ser preocupantes. Los panzudos galeones españoles y portugueses apenas lograban rehacerse ante una maniobra de ataque de los navíos enemigos. Alguna de las naves castellanas recibió más de quinientos impactos de proyectiles lanzados por los herejes. Sus cascos se resquebrajaban. El agua salada que los comenzaba a inundar se mezclaba con la lluvia de astillas, cabullería y pedazos de madera de sus arboladuras y cubiertas. Había algún navío con su estructura totalmente barrida por las embestidas artilleras inglesas. Los imbornales desalojaban sangre de las decenas de cuerpos mutilados y destrozados que la metralla había sembrado a bordo. Hubo naos españolas que se fueron alejando de nuestra posición y perdiéndose en el horizonte. Sus tripulantes no contestaban a nuestras voces de auxilio. Nadie fue capaz de asir varios garfios de abordaje, que infructuosamente se lanzaron desde la cubierta de la nao veneciana Ragazzona, para posteriormente resbalar por el casco  desmantelado y arrasado del San Martín, hasta que fueron a caer al mar. Algunos barcos fueron hechos presas por los piratas ingleses; otros, maltrechos y navegando muy sumergidos tras los ataques británicos, con sus dotaciones diezmadas por las heridas del combate y las enfermedades, empezaron a ser engullidos por los recién desatados temporales otoñales, que a partir de este preciso instante serían nuestra peor tragedia, tras poner la Armada rumbo norte, circunvalando las islas británicas dejando atrás Gravelinas y la peligrosa costa de Flandes. La empresa de invadir Inglaterra había fracasado.

Medina Sidonia, tras desoír la argucia de Recalde, consistente en atacar a la flota inglesa cuando ésta todavía permanecía anclada en el estuario de Plymouth a fines del mes de julio, sin haber tenido tiempo ésta de armarse y avituallarse, se flagelaba en su cámara semanas después tras comprobar que había cometido una torpeza histórica. Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor, fracasada la operación anfibia de invadir Inglaterra junto a las tropas de Farnesio que aguardaban en Flandes su embarque, ordena a los mandos de los barcos de la Armada que se desplegaran y que regresaran a España, circunvalando las islas británicas. El objetivo era alcanzar cuanto antes los puertos del norte de la península ibérica.  La empresa soñada por el ambicioso y devoto rey católico español Felipe II, de conseguir desembarcar e invadir la antigua britania que pasaría a engrosar su ya basto imperio, se desvanecía, y con ella la armada más poderosa que pariera la historia: mal concebida, mal gobernada, sobrecargada de mausoleos flotantes que albergaban a bordo desde ajuares y séquitos tan despampanantes como inútiles por parte de los numerosos nobles que acudían en tropel a formar parte de esta comitiva flotante para cubrir de andanzas y laureles a sus distinguidas familias, apoyando a su rey. Flota semejante, jamás fuera soportada por la superficie de un océano. Era la diezmada imagen de la Gran y Felicísima Armada que hacía sólo unas cuantas semanas mostrábase majestuosa con su abrumadora y temible formación naval de media luna, ante los ojos de un puñado de ingleses, impávidos, perplejos y asombrados por unas velas que cubrían el sol.

Llegó la noche y con ella el hedor del sollado de la tripulación. Ante la tempestad, sólo los hombres que componían la guardia quedaron sobre la desvencijada cubierta y el deteriorado castillo de popa de la Rata Santa María Encoronada. El resto de la tripulación y la oficialidad, se cobijaron de las inclemencias meteorológicas en sus coys y camaretas, respectivamente. Hacía una hora que el galeno de a bordo me requirió varios hombres para deshacerse de los cadáveres y de los restos humanos desmembrados que se apilaban a la entrada de su improvisada enfermería. La mezcla de olores era simplemente nauseabunda; heces, orina, sudor, sangre, pólvora y los restos de barriles que contenían agua y vino podridos, bañaban con el vaivén de las olas el sollado, y todas las cubiertas inferiores del navío, hasta filtrarse a las bodegas e incluso hasta la cavidad de las piedras del lastre situadas a tres brazas por debajo de la obra viva del barco. Era bien entrada la madrugada cuando el Maestre de Campo me desveló para avisarme de que las ratas ascendían de las bodegas por las escaleras interiores hasta la cubierta. El barco se hundía. Despertamos a todos los hombres que se podían valer y formando una cadena comenzamos a achicar agua con baldes, al tiempo que la bomba succionaba las numerosas vías de agua, que en las últimas horas habían sumergido la quilla del barco una braza más de su nivel normal. A cada pantocazo que daba la nave su estructura crujía, parecía que se quebraría por momentos. No había botes auxiliares que arriar; la primera andanada de artillería inglesa los había reducido a astillas, y gritar un sálvese el que pueda en estas condiciones era un suicidio colectivo. Unas tenues luces en la costa, seguramente fogatas de alerta, delataban que nos hallábamos a menos de media legua de la inhóspita y lúgubre Albión. Quizás alcanzándola en un último intento hercúleo, podría producirse el milagro de la salvación.  El temporal no cesó en toda la noche y la desesperación nos devoraba. Nuestra mayor preocupación seguía siendo el timón. Hallábase en tal mal estado, que fue necesario durante toda la noche, hasta en tres ocasiones, hacer descender a un marinero colgado de un cabo por la cintura, arriado éste desde la balaustrada de popa para que con la fuerza e inercia de su balanceo, lo golpease con un mazo amarrado a su muñeca y lograra así desencajar el eje de hierro de los pernos mordidos por un cañonazo enemigo. La furia del océano se había encargado de destrozarlo, si cabe aún más, y apenas la superficie existente de dicha pieza era ya capaz de gobernar el rumbo del barco sobrecargado y sumergido en extremo.

Con las primeras luces del día descubrimos que nos hallábamos solamente a unos cuantos cables de la costa, entre los abruptos acantilados. De repente, la quilla del navío se golpeó contra un escollo sumergido, escorándose éste peligrosamente a estribor apoderándose la histeria de la tripulación. Pasamos rozando una punta que se adentraba en el mar, y justo al salvarla, descubrimos una gran bahía que mostraba en su parte más resguardada al sureste, la suave línea de una gran playa. No hubo tiempo para más. Mientras saltábamos a las congeladas y agitadas aguas, pudimos observar como a lo lejos, en la suave rompiente del arenal, flotaban decenas de bultos oscuros, meciéndose al antojo de las olas. Eran almas seguramente pertenecientes a la tripulación de otro barco de la Armada, que se perdiera en este apartado paraje, olvidado de la mano de Dios. La tripulación abandonaba el barco como podía. El capellán de a bordo, antes de saltar a las gélidas aguas se apresuró a volver a sus dependencias para de ellas rescatar del naufragio, sus relicarios y la bolsa de monedas de oro que el rey Felipe II en persona le había entregado, como pago adelantado a su fidelidad, poniéndose al servicio de la cristiandad con la promesa de llevar, extender e implantar la palabra de Dios en tierras de la hereje Inglaterra. Cuando apareció de nuevo en cubierta, prácticamente no quedaba nadie por abandonar el barco. Aguardé por él y le ayudé a saltar al mar, no sin antes advertirle de que el sobrepeso fruto de su codicia, no le ayudaría a alcanzar la orilla. La mitad de la cubierta estaba bajo las aguas cuando al fin abandonamos la Rata. Nos manteníamos a flote como podíamos. Había una gran corriente que nos alejaba de la orilla a mar abierto. No logramos sobrepasar el casco de la nave, que amenazaba con volcar por completo y engullir a todos los que en ese momento hallábanos pegados a su costado sumergido de estribor. Don Ildefonso, el capellán de a boro, estaba tragando muchísima agua. Sus gruesos ropajes, junto al peso de las joyas y de las monedas que había depositado en el interior de un zurrón que colgaba de su cuello, le hicieron desaparecer finalmente bajo las oscuras y turbulentas aguas de este mar infernal, testigo de nuestro trágico destino. No pude hacer absolutamente nada por socorrerle a pesar de encontrarme a escasas tres brazadas de él. De repente pasó por delante de mí una pipa, la cual llevaba amarrada a su alrededor un cabo, utilizado para fijarla en la cubierta del navío. Alcancé el chicote y fui cobrando el amarre hasta poder abrazarme a ella. Conseguí introducir mi mano izquierda entre la vuelta del cabo y la madera, quedando ésta bastante aprisionada entre ambos. La corriente me había alejado del barco del que sólo se veía ya levemente, parte de su costado de babor asomando por la superficie del mar. Me dirigí hacia el centro de la playa alejándome de la zona de la corriente. El barril me permitía mantenerme a flote y descansar sin necesidad de tener que mover ningún miembro de mi cuerpo, entumecidos y rígidos por el frío. Poco a poco me fui acercando a la orilla que estaba atestada de cadáveres. El poco calado hacía que las olas rompieran sobre el lecho arenoso que en ese preciso instante deseaba pisar. Solté mi mano izquierda presa entre el cabo y la gran pipa y me deshice definitivamente de mi salvador. Mientras intentaba mover a toda prisa mis piernas y brazos, de entre la blanca espuma surgió una cabeza seguida de su cuerpo inerte. La visión que se mostraba ante mí de ese cadáver era fantasmagórica. Unos ojos desorbitados perdidos entre el pánico y la tragedia, un rostro desfigurado producto de haber recibido algún golpe contundente contra alguna parte de la nave al querer abandonarla apresuradamente, o bien, contra alguna piedra, mientras luchaba por no perecer ahogado. La mandíbula inferior de este desdichado estaba rota y desencajada, y meciendo el océano su cuerpo parecía que me estuviese implorando. Al fin sentí el golpe de mis piernas contra la arena. Sin tiempo a incorporarme, una ola me lanzó contra la orilla. Me arrastré hasta alcanzar el tramo de arena seca. Erguinme y  contemplé la ribera a ambos lados. La visión que ofrecía la playa era el mismo inferno descrito por el florentino Dante. Había decenas de cuerpos tumbados sobre la arena, y otros tantos flotando por los alrededores… Sucumbieron al desastre en una tierra hostil y desconocida, en la misma jornada del 17 de septiembre de 1588, en el interior de la  bahía de Blacksod, en la ensenada de Tullaghan, en el inhóspito litoral del Condado de Mayo. Nuestros huesos habían ido a parar a las costas de Irlanda. Estas nuevas las conocí tras vivir este dramático episodio, que narro a continuación…
De repente escuché voces tras de mí, pertenecientes a un grupo de supervivientes. Apenas una veintena de hombres cuyo único oficial entre ellos, recaía en mi persona. Presto, organicé dos grupos, principalmente, para mantenernos ocupados y alerta, pues no sabíamos entonces en que parte nos encontrábamos de las islas. Nuestra esperanza residía en que nuestro Señor Jesucristo, nos hubiese permitido salvar nuestras vidas en tierras cristianas de Irlanda a salvo de los infieles ingleses. Lo primero que hicimos fue armarnos con las dagas y espadas con las que fuimos despojando a los náufragos fallecidos. Ellos por desgracia ya no las necesitarían.


Posteriormente, como se avecinaba una noche fría y húmeda, recolectamos pedazos de madera provenientes de los despojos de los tres naufragios, y las fuimos apilando en una cueva que existía en la parte central de la gran playa bajo el gigantesco acantilado que coronaba la costa. Cuando consideramos que teníamos suficiente, nos tiramos a descansar en la arena. Al rato empezó a llover torrencialmente, refugiándonos en la caverna. Allí, intentamos sin éxito, hacer fuego con un trozo de lienzo y dos palos muy húmedos. Entre la incertidumbre de hallarnos en un lugar desconocido rodeados de cadáveres, muertos de hambre y de frío nos alcanzó la noche. Todos apretados para darnos calor intentamos conciliar el sueño en unas condiciones deplorables. En un momento de la madrugada  me desvelé y pude comprobar como los turnos de guardias que había ordenado no se habían cumplido. Existía una tenue luz que iluminaba la entrada de la cueva proveniente de la luna. No se veía a ningún hombre a su entrada custodiándola. No tuve fuerzas para averiguar quién era el que había quebrantado mi disciplina, y mucho menos, ganas de perder el poco calor que me producía el hacinamiento obligado con el resto de los hombres.

            El día amaneció como había anochecido el anterior, diluviando sin cesar. Dos hombres del grupo habían abandonado la cueva para buscar entre los restos de los naufragios algún género aprovechable. El resto desentumeciéndonos de la humedad y no habiendo dormido lo necesario, nos afanamos en hacer fuego. Algunos tablones quebrados y algún otro trozo de madera junto a los pedazos de lonas y lienzos que el día anterior no consiguieran quemarse, tras secarse con el calor corporal durante la noche, nos permitieron por fin hacer la primera y tan esperada hoguera. Alrededor de la misma fuimos poniendo más madera para que se fuese secando, y de esta manera poder alimentar la llama. El gallego y el vasco que habían dejado la cavidad con las primeras luces del día volvieron arrastrando por un cabo un pedazo de cubierta, sobre el que depositaran ropas y armas, principalmente, lo más valioso que traían sin duda eran dos pequeños odres llenos de vino y una barra de embutido muy aguada, pero que con la hambruna reinante fue cortada y repartida equitativamente entre todos y nada mejor podía existir en el mundo que un magnífico vino gallego para acompañarla. Al rematar este fugaz ágape, ordené hacer en la misma playa una gran fosa. Cavamos con nuestras propias manos y con tablones de madera a modo de pala. Pasara ya el mediodía cuando llevábamos depositados en la fosa más de cien cuerpos. Estábamos extenuados. Volvía a llover intensamente por lo que decidimos refugiarnos en la cueva. La hoguera era muy pequeña apenas se podía alimentar, pues la madera que habíamos colocado a su alrededor todavía estaba muy húmeda. Algunos de los hombres fueron haciendo virutillas y pequeñas tiras de madera con sus navajas y cuchillos, como cuando se afanaban en tallar alguna de sus figuras, como entretenimiento a bordo. Los restantes seguimos su ejemplo y en breve, todos ayudamos a que el fuego fuese aumentando y de esta manera conseguimos por fin secar los trozos de madera más grandes. En nuestra segunda noche en la cueva, acostados sobre la fría arena y apretados unos contra otros, miraba detenidamente unas formas sobre el techo de la cavidad rocosa. Me levanté, cogí un leño de la hoguera y lo acerqué a modo de antorcha sobre mi cabeza. Efectivamente, mis ojos no me habían traicionado. El techo estaba cubierto de pinturas primitivas, eran figuras de hombres persiguiendo animales, como dibujos hechos por niños, muy rudimentarios, pero tremendamente expresivos, incluso en una de las escenas que se reproducían un gran animal que se parecía a un jabalí, era ensartado por varias lanzas de los cazadores que lo rodeaban. Mientras la mayoría del grupo dormía o intentaba conciliar el sueño, me dirigí a la parte final de la cavidad que iba descendiendo hasta juntarse la piedra del techo con la arena, fundiéndose en una. Allí atopé restos de una antigua fogata, un círculo de grandes piedras ennegrecidas, y en el medio entre las cenizas, huesos aparentemente de animales.

En nuestro tercer día de supervivencia ordené a un grupo de ocho hombres que se dividieran en dos y que en direcciones opuestas, buscaran una posible salida de este arenal al pie de este inmenso acantilado. El resto nos ocupamos en agrandar la fosa donde íbamos depositando más y más cuerpos de los desdichados náufragos. Las gaviotas los picoteaban y era tal su número que en más de una ocasión tuvimos que ponernos a cubierto corriendo hacia la cueva ante el ataque de cientos de ellas, al ver que las estábamos desposeyendo de los despojos con que el mar las había obsequiado. Cuando dimos por rematada la segunda ampliación de la fosa, y nos hallábamos descansando sobre la arena, sentimos una detonación. Un grupo de hombres que parecían ser de nuestro grupo corrían hacia nosotros, al parecer perseguidos por otro grupo más alejado que los atacaba. Enseguida nos pusimos a la defensiva blandiendo nuestras armas. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de nosotros pudimos observar que se trataba de una cuadrilla de siete soldados con lo que parecía un oficial al mando. Detrás de ellos, un anciano y una joven que vestían harapos, se podría decir que prácticamente iban desnudos, andrajosos. Eran realmente, una patrulla de infantería inglesa, que alertados por el cacique local irlandés, de nuestra presencia en sus tierras, venían a hacernos prisioneros. Nos equivocamos. Temimos al momento por nuestras vidas, pues del grupo de cuatro hombres a los que yo había ordenado buscar una salida de la playa en dirección oeste, y que hacía un instante escapaban de los británicos, sólo quedaban a lo lejos cuatro bultos oscuros e inertes tendidos sobre la arena. Los habían asesinado. La joven y el anciano eran habitantes de la aldea más próxima a nuestra posición, y al mismo tiempo, el lugar habitado más recóndito de la costa oeste irlandesa. Ellos fueron sorprendidos por la guardia personal del cacique local, McCormick, cuando acantilado arriba cargaban con joyas, vestimentas y armas de las que horas antes desvalijaran a nuestros compatriotas fallecidos al irse a pique sus naves. No les quedó otra alternativa que transmitir la noticia al noble de su condado. El cacique irlandés, traicionó por una suma de dinero cuantiosa, tanto a los de su raza como a los que profesaban su misma religión, y nos vendió como esclavos a los herejes británicos, no importándole nuestra condición de católicos. Los soldados ingleses nos ordenaron que nos colocásemos al borde de la fosa. Enseguida nos percatamos que pretendían pasarnos por las armas y en temeraria y gallarda acción nos lanzamos contra ellos. Sus disparos de arcabuz mataron en el acto a seis de los nuestros cuando ni siquiera diéramos el primer paso, sabiendo que la muerte nos alcanzaría. Yo quedé malherido en mi hombro izquierdo, tendido sobre la arena. Los cinco restantes de mis hombres lucharon con honor, como no se podía esperar menos de caballeros de su condición. A daga y espada mataron a tres ingleses, y mientras, el resto de  soldados británicos peleaban, como sólo había visto pelear a los hombres en las tabernas más conflictivas de los puertos del Cantábrico y de Galicia. Tanto el oficial a su cargo, como el cacique irlandés, iban cargando y disparando sus trabucos, cuando veían que el número de españoles les podía sobrepasar. Finalmente, remataron sobre la arena a los dos únicos sobrevivientes. Sólo yo quedé con vida tras la refriega.

Fue el anciano mi muleta y quien me socorrió hasta alcanzar la cima del acantilado, coronado tras una ascensión tortuosa y resbaladiza por la que desembocaba un río en catarata al mar. Hubo tramos en los que se ayudaba de cuerdas para poder salvarlos. Perdí el conocimiento por la gran pérdida de sangre que me produjo la herida de la bala de plomo. Cuando abrí los ojos, la joven que acompañaba al anciano estaba frente a mí, como una virgen a la débil luz de una vela, aseándome y haciéndome las curas de la herida recibida por los ingleses.

            Durante días, el noble local y dueño de estas tierras, McCormick, me visitaba a diario en la choza de esta mujer. Nos comunicábamos en latín y su intención, según me juró, era en cuanto yo estuviese recuperado, trasladarme a su castillo, y desde allí enviar una misiva a España pidiendo una abundante suma de monedas por mi rescate a mi familia. El hecho de que todavía no me hubiese trasladado, no era otro que la presencia de la patrulla inglesa que había asesinado a mis compatriotas alojados en su fortaleza. Permanecían allí aguardando mi llegada. Lo que desconocían los británicos, era que McCormick jamás les dejaría abandonar el Condado de Mayo portando la noticia a Inglaterra de que en la bahía de Tullagham, se habían hundido tres naves de la Spanish Armada y mucho menos que sobreviviesen nobles españoles al desastre.

McCormick organizada opulentos banquetes nocturnos en los que rebosaba a parte de la caza, el licor local extraído de la turba y la cerveza, aparte de las mujeres traídas especialmente desde la aldea de Seastorm todos los miércoles, entre las que se hallaba mi virgen desamparada. McCormick, finalmente asesinó a los cinco ingleses que sobrevivieran a nuestro combate en la playa, más a otros seis que ocupaban aposentos en el interior de su castillo custodiando a su capitán, célebre este, por haber dado muerte personalmente a más de doscientos españoles supervivientes a sus respectivos naufragios a lo largo y ancho de la costa norte escocesa e irlandesa. El cacique irlandés, ató a sus cuerpos a odres que previamente llenara de piedras y los lanzó a la ciénaga para borrar cualquier tipo de huella que lo vinculara con su desaparición. Era precisamente esa ciénaga, la que le profería a su gran fortaleza una defensa natural, pues tras el castillo se hallaba un acantilado vertical de más de doscientos metros de altura que lo hacía inexpugnable. A tamaña fortaleza, sólo se podía acceder en barcaza, cruzando a golpe de remo el gran pantano. Erigiendo esa fortificación habían trabajado como esclavos varias generaciones de hombres de la aldea de Seastorm, encontrando la mayoría la muerte en dicha empresa. Por eso era natural que el número de hombres existentes fuera cinco veces inferior al de mujeres en este pequeño asentamiento.

Pasé un terrible año recluido en los muros del castillo de Kent, hasta que por un despiste de la guardia, disfrazado de mujer, logré salir de la fortaleza en dirección a Seastorm, como de costumbre hacían todos los miércoles las mujeres de la aldea de menos de cincuenta años. A mitad de camino entre la aldea y el castillo, conseguí huir, bordeando la ciénaga que aislaba la fortaleza del mundo exterior. Pasé un año sirviéndome de la caridad de los monjes irlandeses, que me acogieron siempre que las patrullas inglesas me acechaban. Finalmente, gracias a un fraile cristiano y escocés, conseguí embarcar en una nave que zarpó de Edimburgo rumbo a Flandes.

Una vez alcancé tierra de nuestro imperio, y dándome a conocer personalmente al Duque de Parma, me dieron aposento en casa de un rico mercader de Ostende. Allí por fin pude disfrutar de un placentero y prolongado baño. Me ofrecieron ricas y adornadas ropas perfumadas con las que posteriormente asistí a un banquete en mi honor. La velada se prolongó y tras escuchar los presentes de boca de un joven oficial español de treinta años, uno de los episodios más relevantes de la reciente historia, una de las hijas del mercader flamenco, me hizo disfrutar en su alcoba de los placeres carnales que ya no recordaba. Al día siguiente fui reembarcado rumbo a Santander junto a otro contingente de veinticinco hombres, nobles e hidalgos castellanos que habían corrido mi misma suerte.
Nemo patriam quia magna est amat, sed quia sua.

© Fernando Patricio Cortizo 2016.

Foto: Keel beach en County Mayo. https://es.pinterest.com/explore/county-mayo/
Foto: La Invencible navegando frente a Cornualles. Cadro atribuido ao orfebre e retratista británico, Nicholas Hilliard (1547-1619) na corte de Isabel I de Inglaterra.

domingo, 6 de marzo de 2016

O Xanetas Vs Atlético de Madrid



Ainda lembro cando franqueei a porta do local do Sporting Coruñés, aló polo 1985. Un dos seus directivos entón, sen que eu apreciase a súa presenza, mantívose en silenzo ás miñas costas mentres eu admiraba atónito a espectacular foto que penduraba duns dos moitos cadros da parede, pertencentes ao gardarredes de fútbol Juan Acuña, alcumado O Xanetas, lanzándose a por un balón co seu corpo totalmente paralelo ao longueiro da portería. Cando espertei do meu sono, esta persoa que ficara en silenzo, preguntoume: -Que fas aquí chaval?- eu resposteille: -veño a fichar de porteiro-...

Da miña "vida e historia" como gardarredes non imos falar, agás para lembrar aqueles fermosos sete anos de pertenza a este histórico clube de fútbol de entre os clubes modestos de A Coruña, nos que vivín emotivos intres, aprendín a traballar en equipo e coñecín a grandes persoas e a grandes amigos do barrio de As Atochas - Montealto que ainda hoxe conservo a pesares da distancia física e do paso inexorable do tempo que se interpuxo entre nós. Entre eles está Juan o mesmo neto de Acuña, que herdou seu nome, e que para a pandilla da calle San Juan sempre foi e será "Juanito", ainda que eu sempre lle chamei Acuña. Creo que teño ese dereito pois convivín e compartín con el intres inesquecibeis de adestramento nos campos da Torre co Sporting, enlamándonos e rabuñándonos xeonllos e cadeiras ao nos lanzar a polos balóns que os nosos compañeiros tiraban a porta...

Pouco podo falar eu ou máis ben escribir a estas alturas de O Xanetas que non se saiba, pero sí podo facer unha pequena lembranza do que supuxo para o seu barrio, para A Coruña, para Galiza, para o Deportivo e para a súa magnífica e dilatada historia.

Juan Acuña Naya, foi nado na Coruña o día dos namorados do 1924, comezando a destacar polas súas excelentes e atléticas cualidades como gardamallas á temprana edade de 10 anos, fundando o primixenio Club Sporting Coruñés e ocupando o tempo na actividade que máis lle prestaba: a de gardarredes (ainda que tardaría uns anos en velas ás súas costas) entre un grupo de rapaces que mataban o tempo xogando ao fútbol contra a muralla do hospicio, mellorando a súa técnica e aumentando a súa amizade, chegando a enfrontarse polo seu potencial en torneos infantís contra equipos xa totalmente destacados nese intre na cidade herculina, como o Torre, Sporting Ciudad e Wata-Bay, no antigo e desaparecido Campo da Estrada.

Foi tal a miseria e a pobreza da posguerra que as primeiras camisolas do equipo entón, confecciónaronse a partires da tela azul dun toldo de percalina que se empregaba para cubrir o palco da verbena. Posteriormente o equipo xa comezaría a vestir a súa camisola oficial e actual composta de raias azuis e brancas verticais con pantalón de cor negra, que trocaríase posteriormente a cor azul, rematando por ter idéntica indumentaria á do Deportivo.

O primeiro gran éxito do Sporting Coruñés foi acadar a primeira liga local que se denominou entón: Copa de la Coruña, coa a seguinte aliñación: Acuña, Lucho, Celerino, Nando, Reboredo, Hilario II, Mundo, Juanito, Hilario Marrero e Luis. O Sporting Coruñés, non sería oficialmente inscrito na federación ata 1939 polo señor Formoso, primeiro presidente do clube, ano no que remataría a Longa noite de pedra. Neste gran e exitoso equipo había algúns xogadores cedidos polo propio Deportivo e que voltarían a éste equipo rematado dito torneo. Juan Acuña, tras seu breve e posterior paso polo Eureka é descuberto nun campeonato infantil no 1936, polo entón adestrador do Deportivo, Manuel Ponte Patiño que o ficha para o primeiro equipo da cidade herculina dando o salto deportivo da súa carreira. Acuña, xoga o seu primeiro partido vestindo a camisola do Dépor en Santiago, contra o Compostela, e posteriormente xogará tres partidos contra o Rácing de Ferrol, na cidade departamental, no 1938, desputándose o primeiro deles o día 13 de marzo en beneficio das tropas que combaten na Guerra Civil. O primeiro dos encontros remataría con empate a tres tantos. Acuña contaba entón con catorce anos de idade.

Acuña con 16 anos, acada a titularidade indiscultible no Deportivo, onde xa ten un contrato profesional de 300 pesetas ao mes e onde convértese xa no porteiro da segunda división máis difícil de bater. O carácter de Acuña marcará a súa carreira deportiva: bravo, valente e arroutado, sofre unha forte lesión no 1940, unha luxación de ombreiro, feito que non lle impedirá ser peza indiscutible no ansiado ascenso do Dépor a primeira división no ano 1941, nun partido contra o Real Murcia (feito por certo que se repetiría contra este mesmo equipo o 9 de xuño do 1991) xunto a outros históricos do Dépor como Chacho (do seu mesmo barrio) Guimeráns e Elícegui.

Na liga 1941-1942 Acuña obtén o seu primeiro Trofeo Zamora. Encaixa 37 goles en 26 partidos desputados, rematando o Dépor na excelente 5ª posición. A carreira deportiva de O Xanetas é meteórica; nese mesmo verán do 1941, debuta coa selección española, xogando os derradeiros 16 minutos do partido internacional que desputaban as seleccións de España e Suiza en Valencia, no estadio de Mestalla, vencendo España á selección helvética por 3-2. O Xanetas ten entón 18 anos e lle chegan entre outras suculentas ofertas as do Real Madrid e Atlético Aviación (posteriormente Atlético de Madrid) que chegou a ofrecer ao Dépor 500.000 pesetas da época por Acuña. Pero o gardamallas coruñés, rexeitaría todas estas ofertas amosando o seu coruñesismo e amor polo seu clube até o fin da súa carreira deportiva.

Na liga 1942-1943 o Dépor remata 9º clasificado e Acuña repite Trofeo Zamora con 25 goles encaixados en 31 encontros desputados. Moitos equipos xa teñen a ollada fixada nel, ainda que o gardamallas coruñés só ten ollos para o seu Dépor. Recibe ofertas de Real Madrid, Barcelona, e Atlético Aviación (futuro Atlético de Madrid) e volta a rexeitalas.

Na tempada 1943-1944 o equipo roza o descenso pero remata por salvarse, pero na tempada seguinte, 1944-1945 o equipo remata último na táboa con 17 puntos e descende a segunda división.

Ascende de novo o Dépor na tempada 1945-1946, pero de novo na seguinte liga 1946-1947 volven a descender sendo penúltimos na clasificación. No ano 1947-1948 ascenden e na seguinte liga consiguen quedarse na primeira división a un só punto do descenso a segunda.

Coa chegada ao equipo do adestrador arxentino Alejandro Scopelli, na tempada 1949-1950, o Dépor vai rubricar un gran campionato. A gran corpulencia de Acuña e a súa valentía nas saídas corpo a corpo, fai que nun un contra un, derrube ao dianteiro Rafa do Valladolid en Zorrilla, e lle parta a perna de xeito fortuito. O Deportivo vai primeiro a 5 puntos do Atlético de Madrid e Acuña é sancionado "hasta nuevo aviso" e non foi autorizado a xogar ata que se recuperou o dianteiro do Valladolid, como realmente aconteceu. Daquela o porteiro suplente era un "gardarredes de fortuna"; Pita, que era o nome do porteiro "suplente" de Acuña no Dépor, non pode evitar os sucesivos empates do equipo herculino e as desastrosas arbitraxes que sufre o equipo de Riazor, pois non en van está todo orquestado polo presidente da Federación de Fútbol Española, un xeneral fascista e socio do propio Atlético de Madrid, que fará o indecible por regalarlle a liga ao seu equipo, como así acadará finalmente, sendo por primeira vez na historia o Dépor, subcampeón de Liga a un só punto de distancia do equipo do Metropolitano. Aquí comezará o calvario das aldraxes arbitrais que sufrirá o Dépor ao longo dos intres craves da súa historia. Acuña, a pesares da sanción acada na liga 1949-1950 o seu terceiro Trofeo Zamora, con 22 goles encaixados en 29 partidos, grazas á gran dirección de Moll, Guimeráns e aos goles de Franco e Martínez.

Acuña este ano do 1950 é seleccionado por España para xogar un encontro internacional con Portugal. O seleccionador Eduardo Teus, dille a Acuña que como o encontro é doado, Eizaguirre xogará en Chamartín e que el o fará en Lisboa, pero Acuña nunca chegará a xogar na capital lusa.
Acuña é preseleccionado tamén neste mesmo ano do 1950 para o mundial de Brasil como segundo porteiro. O seleccionador é Guillermo Eizaguirre, afín ao réxime de Franco. Cando a selección española se atopa en Baraxas preparando á saída para Río de Xaneiro, e entre os seus xogadores está presente Juan Acuña, o seleccionador Eizaguirre berra: -¡Las maletas que las cargue el gallego!- respostando Acuña de contado: -¡Las maletas las va a cargar tu puta madre!- O seleccionador contrariado, por que en Baraxas nese tempo había moitos galegos facturando e carrexando maletas diríxese a Acuña anoxado e lle di: -Usted no sube al avión. No viaja. Se queda en tierra.- Acuña, do que se sabe que participara en manifestacións socialistas cando era novo, amosa a súa autoridade e afouteza ao respostarlle dese xeito ao seu adestrador, recoñecido afín ao réxime de Franco. Acuña acabou viaxando a Brasil e según conta a historia oficiosa e que ten todos os visos de ser certa, foi por que os vascos do equipo nacional de España negáronse a subir ao avión se Acuña non o facía... Contan que xa na concentración Acuña sentaba cos vascos nunha mesa, os cataláns facíanno noutra aparte e nunha terceira estaban o resto...

Eizaguirre xogará o primeiro encontro cos Estados Unidos neste mundial de Brasil, pero non convence e é relagado á suplencia tras encaixar un gol estrano por un mal bote do balón. Cando todos daban por feito á chegada de Acuña á titularidade da porta da selección española, por influenzas e polo poder do Barça na propia Federación Española de Fútbol, Ramallets, que nin de lonxe tiña a calidade e cualidades de O Xanetas e que ía coma terceiro porteiro, foi quen acabaría xogando o resto do torneo.

Na liga seguinte, 1950-1951 Acuña acada o cuarto Trofeo Zamora da súa historia, con 26 goles encaixados en 36 partidos na que o Dépor queda 12º clasificado na liga a piques de voltar a descender.

No campionato de liga 1951-1952 sufríu Acuña unha gran lesión de clavícula ao desviar un disparo de Estruch no estadio Metropolitano (antigo nome do estadio do Atlético de Madrid). Acuña que xogaría GRATIS esta tempada e a seguinte, pois no Dépor non había cartos, non daba curado da lesión e finalmente acudíu a Madrid e se puso nas mans do doctor Garaizábal, que o operou custeándose dita operación o propio gardarredes herculino. A lesión nunca chegou a curar de todo e dende aquela sempre lle deixou secuelas e doenzas, tendo que alternar a titularidade no equipo con Otero, ata o final da súa carreira deportiva, nas tempadas 1952-1953, 1953-1954 e 1954-1955 a da súa retirada definitiva.

Coa chegada de Helenio Herrera ao Dépor no 1953, éste puxo a Juan Acuña a réxime, por que o ve "gordito". Dille o novo adestrador ao Xanetas que á hora do xantar pode comer o que queira, pola tarde un bocadillo de queixo ou xamón e á noite un vaso de leite e dous plátanos... O Xanetas en 22 días adelgazou 8 kilos e recuperou a forma. Helenio Herrera acuñou unha das súas grandes frases célebres, ao dirixirse aos xogadores do Dépor que adestraba para evitar o seu descenso a segunda división na tempada 1952-1953, decíndolles: -repitan conmigo: ¡somos jugadores de primera división y no podemos bajar a segunda!-.

Na tempada 1953-1954 o Depor remata 7º clasificado e ficha a Pahiño e debuta a perla de Luís Suárez. Ao final desa tempada el e Moll, son fichados polo Barça que paga por Suárez 50.000 pesetas. Éste xogador sería vendido anos máis tarde ao Inter de Milán polo propio Barcelona por 25 millóns de pesetas!!! Nesta tempada outro porteiro branquiazul obtén o Trofeo Zamora; o sustituto real de Juan Acuña, Juan Ignacio Otero, (cuio fillo, Vicente Otero Cerveró, xogou conmigo no Sporting Coruñés e fumos grandes compañeiros do equipo de pesca submarina no Clube do Mar de San Amaro, modalidade deportiva que por un tempo compaxinaríamos coa do propio fútbol).

Na tempada 1954-1955, o Dépor repite 7º posto de clasificación e queda invicto en Riazor, onde o xogador do Dépor Bazán marca o gol 500 na historia do clube na primeira división, no partido desputado en Riazor entre o equipo herculino e o Athletic de Bilbao que remataría 1-1, o 21 de novembro do 1954.

Finalmente, o 10 de maio do ano 1955, tras vinte anos de carreira deportiva ininterrumpida no Dépor dos seus amores, e pasando anos na segunda división entre éstos, Juan Acuña decide retirarse aos 32 anos de idade e 230 partidos as súas costas, tras xogar en Riazor un partido contra o Barça, ainda ca lenda negra di que despois dese partido o que aconteceu realmente e que lle chegou unha carta a casa onde se lle comunicaba o seu cese no Deportivo pola directiva do clube, agradecéndolle os servizos prestados. Nin sequera tiveron o valor de comunicarllo á cara como se merecía.

Juan Acuña, O Xanetas, somentes foi superado en número de Trofeos Zamora polos gardamallas culés Ramallets e Víctor Valdés, en diferentes intres da historia deste clube catalán. Foi de feito o propio Ricardo Zamora, alcumado "El Divino", porteiro que dou nome ao trofeo co que se galardoaba ao gardamallas menos batido da liga española de fútbol, o que públicamente outorgou a Acuña o título de ser "su heredero".

Juan Acuña foi un mito dos gardarredes que acadou o cumio do fútbol grazas ás súas enormes cualidades: axilidade e crase baixo palos, moi valente nas súas saídas e en definitiva pola seguridade que transmitía no campo entre os seus compañeiros.

O día 4 de xuño do 1961, celebrouse en Riazor a homenaxe ao gran Juan Acuña, que desputan un equipo ateigado de vellas figuras futbolísticas galegas contra outras do Athletic de Bilbao, que rematará co resultado de 1-4 para os vascos; antes de dar comezo o choque, realiza o saque de honra a filla de Juan Acuña, Carmen Acuña Real. Posteriormente xogaríase outro encontro entre o Dépor e o CD Ourense. Esa mesma xornada á tarde, inaugúrase a nova sede do Sporting Coruñés onde se lle outorga a O Xanetas a insiña de prata do clube. Días despois será o Real Club Deportivo de A Coruña, o que homenaxeará a Juan Acuña coa distinción da insiña de ouro e brilantes da entidade deportiva herculina.

Levaba Acuña alonxado dos terreos de xogo xa oito anos, cando comezará a traballar na refinería coruñesa no 1963 por mediación do entón presidente do Deportivo, Luis Vázquez Pena. Eran outros anos para o fútbol. Acuña que podería ter sido millonario na súa época de ter fichado por equipos de renome que o pretenderon nos seus anos de esplendor e que el mesmo rexeitou, seguramente houbera obtido máis Trofeos Zamora e hoxe sería de lonxe o gardamallas que maior número destos títulos ostentaría, sen dúbida algunha. Grande, inmensamente grande, único e irrepetible, Juan Acuña, O Xanetas.

No ano 1989 o RCD de A Coruña crea o Trofeo Juan Acuña que se desputará nesta I edición entre o equipo herculino e o Real Oviedo, rematando dito partido con empate a un tanto e gañando os asturianos na quenda de penaltis por 5-4. 

Como Acuña foi quén de superar ao Atlético de Madrid, cando éste tentouno coa súa millonaria oferta e non a aceptou por amor ao seu clube de toda a vida; como a pesares de ter sofrido nas súas carnes a decisión do entón presidente fascista da Federación Española de Fútbol, un xeneral do exército posto pola dictadura e ao mesmo tempo simpatizante do Atlético de Madrid, de apartalo dos terreos de xogo na tempada 1949-1950, por ter causado unha lesión ao dianteiro do Valladolid, fortuitamente e ainda así proclamouse ese mesma tempada por terceira vez Trofeo Zamora, quedando o Dépor por vez primeira na súa historia subcampeón de liga, tras haberlle roubado literalmente a liga a propia Federación; como tras deter o tiro de Estruch no vetusto Metropolitano e sofrir unha grave lesión de ombreiro na tempada 1951-1952 que el mesmo se tivo que custear e conseguíu voltar aos terreos de xogo para dar guerra no decurso das tres seguintes e últimas tempadas da súa gran carreira deportiva; como un home, un deportista, unha gran persoa renunciou a unha vida privilexiada, por seguer a xogar no clube da súa vida, da súa cidade, da súa xente...

Acuña é a historia do Dépor. Acuña foi sen dúbida o mellor porteiro da historia do fútbol. O barrio das Atochas- Montealto son unha das capitais do fútbol mundial. Nel naceron e se criaron o protagonista da nosa historia, Juanito Acuña, O Xanetas, o elegante e inigualable Luis Suárez, ÚNICO BALÓN DE OURO DO FÚTBOL ESPAÑOL ata a data; Chacho, (Eduardo González Valiño) que ostenta o récord de goles nun só partido marcados na seleción española, no famoso 13-0 que España endosou a Bulgaria o 21 de maio do 1933, marcando o deportivista 6 tantos nese partido con 22 anos; récord que hoxe ainda segue vixente... Hoxe ten tamén unha estatua que o lembra a carón de Riazor. Xogaría eu tamén co seu neto Richard, no Sporting Coruñés e no equipo de fútbol sala, Pascual.

Na actualidade os tempos trocaron. Asistimos aos éxitos do Súperdépor de Arsenio coa consecución da primeira copa, de facer medrar a ilusión, de acadar o que nos roubaran no decurso de moitos anos. O equipazo de Irureta... A liga, outra copa e tres Supercopas de España e unhas semifinais roubadas de Champions...

Seguemos a sofrir... Tempada 2015-2016. Unha primeira volta na que o equipo semellaba rexurdir das súas cinzas e facía 27 puntos cos que ninguén contaba, pero de novo as pantasmas do propio Dépor e algunhas nefastas decisións arbitrais fan que nestes intres estemos a só sete puntos do descenso, e dos 10 partidos que nos quedan para rematar a liga, 6 deles son contra os 6 primeiros clasificados. O vindeiro "choque" será contra o Atlético de Madrid, ao equipo que Acuña acadou vencer unha e outra vez co seu espírito e afouteza.

O problema do Deportivo actual é que saen ao campo con medo, dubidosos de empatar por 16ª vez esta tempada ou de perder, ou de ofrecer agasallos a todas as dianteiras da liga. A única crenza e a única fe posible está en autoconvencerse de que poden gañar en calquer campo, que poden facelo se atopan o camiño correcto, por que sempre atopan o camiño que non leva a ningures. O gran Lucas, Borges, Cartabria, Mosquera, Bergantiños and Company teñen que saír ao Manzanares a gañar a sentir que son xogadores proletarios que se deixan a pel no campo; nese mesmo campo onde Simeone lles aprendeu aos seus a ser humildes, a sudar e a traballar con enorme mérito e por iso lle ides a gañar coas súas propias armas...!

Recomendaría a algún xogador do Dépor que esta mesma semana, antes de partir a desputar ese importante partido contra o Atlético de Madrid, cara a capital do imperio onde algunha vez non se puxo o sol, que se achegue á estatua de Acuña e que fale con el, cicais O Xanetas, lle dé a crave da victoria nun campo sempre maldito para o deportivismo, por que nada é imposible no fuchibol. O sabemos moi ben os que xogamos a este fermoso deporte.

Crer é poder e os xogadores do Dépor deberían saber que cando xogan un partido o fan con toda unha afeción detrás, a mellor afeción do mundo, representando a cidade de A Coruña que ten o faro máis antigo do mundo en funcionamento, tamén en Montealto por certo, cunhas cores que representan respeto e admiración aló por onde van e pisando a herba que pisen... Por eso lles digo aos xogadores do Dépor que antes de saír ao Calderón: cabeza ergueita, peito enchido, fachendosos de vestir esas cores e aperta comunal... Logo, só queda a consigna antes de saír ao "campo de batalla". Berrádelle aos de Simeone os consellos de Acuña mesturados coas verbas de afouteza que dirían nese intre Scopelli, Scaloni, Turu Flores, Coloccini e Cartabria, fronte a semellante esceario: -¡Simeone... Hoy os vamos a reventar carajo!-

© Fernando Patricio Cortizo 2016

Foto: retrato de Juan Acuña, O Xanetas. Diario Marca, ano 1950.