sábado, 12 de marzo de 2016

LOS DESPOJOS DE LA INVENCIBLE


Hacía horas que ya no se escuchaban los zumbidos de los bolaños ingleses. Todo cuanto tuvieron a su alcance y que fue válido para lanzar como proyectil, lo dispararon contra la Armada española, desorganizada y vencida antes de que pudiésemos percatarnos. Los navíos británicos de esbeltas líneas y maniobrados con una destreza envidiable, aparecían y desaparecían uno tras otro con el barlovento o entre la niebla, causándonos bajas y daños que empezaban a ser preocupantes. Los panzudos galeones españoles y portugueses apenas lograban rehacerse ante una maniobra de ataque de los navíos enemigos. Alguna de las naves castellanas recibió más de quinientos impactos de proyectiles lanzados por los herejes. Sus cascos se resquebrajaban. El agua salada que los comenzaba a inundar se mezclaba con la lluvia de astillas, cabullería y pedazos de madera de sus arboladuras y cubiertas. Había algún navío con su estructura totalmente barrida por las embestidas artilleras inglesas. Los imbornales desalojaban sangre de las decenas de cuerpos mutilados y destrozados que la metralla había sembrado a bordo. Hubo naos españolas que se fueron alejando de nuestra posición y perdiéndose en el horizonte. Sus tripulantes no contestaban a nuestras voces de auxilio. Nadie fue capaz de asir varios garfios de abordaje, que infructuosamente se lanzaron desde la cubierta de la nao veneciana Ragazzona, para posteriormente resbalar por el casco  desmantelado y arrasado del San Martín, hasta que fueron a caer al mar. Algunos barcos fueron hechos presas por los piratas ingleses; otros, maltrechos y navegando muy sumergidos tras los ataques británicos, con sus dotaciones diezmadas por las heridas del combate y las enfermedades, empezaron a ser engullidos por los recién desatados temporales otoñales, que a partir de este preciso instante serían nuestra peor tragedia, tras poner la Armada rumbo norte, circunvalando las islas británicas dejando atrás Gravelinas y la peligrosa costa de Flandes. La empresa de invadir Inglaterra había fracasado.

Medina Sidonia, tras desoír la argucia de Recalde, consistente en atacar a la flota inglesa cuando ésta todavía permanecía anclada en el estuario de Plymouth a fines del mes de julio, sin haber tenido tiempo ésta de armarse y avituallarse, se flagelaba en su cámara semanas después tras comprobar que había cometido una torpeza histórica. Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor, fracasada la operación anfibia de invadir Inglaterra junto a las tropas de Farnesio que aguardaban en Flandes su embarque, ordena a los mandos de los barcos de la Armada que se desplegaran y que regresaran a España, circunvalando las islas británicas. El objetivo era alcanzar cuanto antes los puertos del norte de la península ibérica.  La empresa soñada por el ambicioso y devoto rey católico español Felipe II, de conseguir desembarcar e invadir la antigua britania que pasaría a engrosar su ya basto imperio, se desvanecía, y con ella la armada más poderosa que pariera la historia: mal concebida, mal gobernada, sobrecargada de mausoleos flotantes que albergaban a bordo desde ajuares y séquitos tan despampanantes como inútiles por parte de los numerosos nobles que acudían en tropel a formar parte de esta comitiva flotante para cubrir de andanzas y laureles a sus distinguidas familias, apoyando a su rey. Flota semejante, jamás fuera soportada por la superficie de un océano. Era la diezmada imagen de la Gran y Felicísima Armada que hacía sólo unas cuantas semanas mostrábase majestuosa con su abrumadora y temible formación naval de media luna, ante los ojos de un puñado de ingleses, impávidos, perplejos y asombrados por unas velas que cubrían el sol.

Llegó la noche y con ella el hedor del sollado de la tripulación. Ante la tempestad, sólo los hombres que componían la guardia quedaron sobre la desvencijada cubierta y el deteriorado castillo de popa de la Rata Santa María Encoronada. El resto de la tripulación y la oficialidad, se cobijaron de las inclemencias meteorológicas en sus coys y camaretas, respectivamente. Hacía una hora que el galeno de a bordo me requirió varios hombres para deshacerse de los cadáveres y de los restos humanos desmembrados que se apilaban a la entrada de su improvisada enfermería. La mezcla de olores era simplemente nauseabunda; heces, orina, sudor, sangre, pólvora y los restos de barriles que contenían agua y vino podridos, bañaban con el vaivén de las olas el sollado, y todas las cubiertas inferiores del navío, hasta filtrarse a las bodegas e incluso hasta la cavidad de las piedras del lastre situadas a tres brazas por debajo de la obra viva del barco. Era bien entrada la madrugada cuando el Maestre de Campo me desveló para avisarme de que las ratas ascendían de las bodegas por las escaleras interiores hasta la cubierta. El barco se hundía. Despertamos a todos los hombres que se podían valer y formando una cadena comenzamos a achicar agua con baldes, al tiempo que la bomba succionaba las numerosas vías de agua, que en las últimas horas habían sumergido la quilla del barco una braza más de su nivel normal. A cada pantocazo que daba la nave su estructura crujía, parecía que se quebraría por momentos. No había botes auxiliares que arriar; la primera andanada de artillería inglesa los había reducido a astillas, y gritar un sálvese el que pueda en estas condiciones era un suicidio colectivo. Unas tenues luces en la costa, seguramente fogatas de alerta, delataban que nos hallábamos a menos de media legua de la inhóspita y lúgubre Albión. Quizás alcanzándola en un último intento hercúleo, podría producirse el milagro de la salvación.  El temporal no cesó en toda la noche y la desesperación nos devoraba. Nuestra mayor preocupación seguía siendo el timón. Hallábase en tal mal estado, que fue necesario durante toda la noche, hasta en tres ocasiones, hacer descender a un marinero colgado de un cabo por la cintura, arriado éste desde la balaustrada de popa para que con la fuerza e inercia de su balanceo, lo golpease con un mazo amarrado a su muñeca y lograra así desencajar el eje de hierro de los pernos mordidos por un cañonazo enemigo. La furia del océano se había encargado de destrozarlo, si cabe aún más, y apenas la superficie existente de dicha pieza era ya capaz de gobernar el rumbo del barco sobrecargado y sumergido en extremo.

Con las primeras luces del día descubrimos que nos hallábamos solamente a unos cuantos cables de la costa, entre los abruptos acantilados. De repente, la quilla del navío se golpeó contra un escollo sumergido, escorándose éste peligrosamente a estribor apoderándose la histeria de la tripulación. Pasamos rozando una punta que se adentraba en el mar, y justo al salvarla, descubrimos una gran bahía que mostraba en su parte más resguardada al sureste, la suave línea de una gran playa. No hubo tiempo para más. Mientras saltábamos a las congeladas y agitadas aguas, pudimos observar como a lo lejos, en la suave rompiente del arenal, flotaban decenas de bultos oscuros, meciéndose al antojo de las olas. Eran almas seguramente pertenecientes a la tripulación de otro barco de la Armada, que se perdiera en este apartado paraje, olvidado de la mano de Dios. La tripulación abandonaba el barco como podía. El capellán de a bordo, antes de saltar a las gélidas aguas se apresuró a volver a sus dependencias para de ellas rescatar del naufragio, sus relicarios y la bolsa de monedas de oro que el rey Felipe II en persona le había entregado, como pago adelantado a su fidelidad, poniéndose al servicio de la cristiandad con la promesa de llevar, extender e implantar la palabra de Dios en tierras de la hereje Inglaterra. Cuando apareció de nuevo en cubierta, prácticamente no quedaba nadie por abandonar el barco. Aguardé por él y le ayudé a saltar al mar, no sin antes advertirle de que el sobrepeso fruto de su codicia, no le ayudaría a alcanzar la orilla. La mitad de la cubierta estaba bajo las aguas cuando al fin abandonamos la Rata. Nos manteníamos a flote como podíamos. Había una gran corriente que nos alejaba de la orilla a mar abierto. No logramos sobrepasar el casco de la nave, que amenazaba con volcar por completo y engullir a todos los que en ese momento hallábanos pegados a su costado sumergido de estribor. Don Ildefonso, el capellán de a boro, estaba tragando muchísima agua. Sus gruesos ropajes, junto al peso de las joyas y de las monedas que había depositado en el interior de un zurrón que colgaba de su cuello, le hicieron desaparecer finalmente bajo las oscuras y turbulentas aguas de este mar infernal, testigo de nuestro trágico destino. No pude hacer absolutamente nada por socorrerle a pesar de encontrarme a escasas tres brazadas de él. De repente pasó por delante de mí una pipa, la cual llevaba amarrada a su alrededor un cabo, utilizado para fijarla en la cubierta del navío. Alcancé el chicote y fui cobrando el amarre hasta poder abrazarme a ella. Conseguí introducir mi mano izquierda entre la vuelta del cabo y la madera, quedando ésta bastante aprisionada entre ambos. La corriente me había alejado del barco del que sólo se veía ya levemente, parte de su costado de babor asomando por la superficie del mar. Me dirigí hacia el centro de la playa alejándome de la zona de la corriente. El barril me permitía mantenerme a flote y descansar sin necesidad de tener que mover ningún miembro de mi cuerpo, entumecidos y rígidos por el frío. Poco a poco me fui acercando a la orilla que estaba atestada de cadáveres. El poco calado hacía que las olas rompieran sobre el lecho arenoso que en ese preciso instante deseaba pisar. Solté mi mano izquierda presa entre el cabo y la gran pipa y me deshice definitivamente de mi salvador. Mientras intentaba mover a toda prisa mis piernas y brazos, de entre la blanca espuma surgió una cabeza seguida de su cuerpo inerte. La visión que se mostraba ante mí de ese cadáver era fantasmagórica. Unos ojos desorbitados perdidos entre el pánico y la tragedia, un rostro desfigurado producto de haber recibido algún golpe contundente contra alguna parte de la nave al querer abandonarla apresuradamente, o bien, contra alguna piedra, mientras luchaba por no perecer ahogado. La mandíbula inferior de este desdichado estaba rota y desencajada, y meciendo el océano su cuerpo parecía que me estuviese implorando. Al fin sentí el golpe de mis piernas contra la arena. Sin tiempo a incorporarme, una ola me lanzó contra la orilla. Me arrastré hasta alcanzar el tramo de arena seca. Erguinme y  contemplé la ribera a ambos lados. La visión que ofrecía la playa era el mismo inferno descrito por el florentino Dante. Había decenas de cuerpos tumbados sobre la arena, y otros tantos flotando por los alrededores… Sucumbieron al desastre en una tierra hostil y desconocida, en la misma jornada del 17 de septiembre de 1588, en el interior de la  bahía de Blacksod, en la ensenada de Tullaghan, en el inhóspito litoral del Condado de Mayo. Nuestros huesos habían ido a parar a las costas de Irlanda. Estas nuevas las conocí tras vivir este dramático episodio, que narro a continuación…
De repente escuché voces tras de mí, pertenecientes a un grupo de supervivientes. Apenas una veintena de hombres cuyo único oficial entre ellos, recaía en mi persona. Presto, organicé dos grupos, principalmente, para mantenernos ocupados y alerta, pues no sabíamos entonces en que parte nos encontrábamos de las islas. Nuestra esperanza residía en que nuestro Señor Jesucristo, nos hubiese permitido salvar nuestras vidas en tierras cristianas de Irlanda a salvo de los infieles ingleses. Lo primero que hicimos fue armarnos con las dagas y espadas con las que fuimos despojando a los náufragos fallecidos. Ellos por desgracia ya no las necesitarían.


Posteriormente, como se avecinaba una noche fría y húmeda, recolectamos pedazos de madera provenientes de los despojos de los tres naufragios, y las fuimos apilando en una cueva que existía en la parte central de la gran playa bajo el gigantesco acantilado que coronaba la costa. Cuando consideramos que teníamos suficiente, nos tiramos a descansar en la arena. Al rato empezó a llover torrencialmente, refugiándonos en la caverna. Allí, intentamos sin éxito, hacer fuego con un trozo de lienzo y dos palos muy húmedos. Entre la incertidumbre de hallarnos en un lugar desconocido rodeados de cadáveres, muertos de hambre y de frío nos alcanzó la noche. Todos apretados para darnos calor intentamos conciliar el sueño en unas condiciones deplorables. En un momento de la madrugada  me desvelé y pude comprobar como los turnos de guardias que había ordenado no se habían cumplido. Existía una tenue luz que iluminaba la entrada de la cueva proveniente de la luna. No se veía a ningún hombre a su entrada custodiándola. No tuve fuerzas para averiguar quién era el que había quebrantado mi disciplina, y mucho menos, ganas de perder el poco calor que me producía el hacinamiento obligado con el resto de los hombres.

            El día amaneció como había anochecido el anterior, diluviando sin cesar. Dos hombres del grupo habían abandonado la cueva para buscar entre los restos de los naufragios algún género aprovechable. El resto desentumeciéndonos de la humedad y no habiendo dormido lo necesario, nos afanamos en hacer fuego. Algunos tablones quebrados y algún otro trozo de madera junto a los pedazos de lonas y lienzos que el día anterior no consiguieran quemarse, tras secarse con el calor corporal durante la noche, nos permitieron por fin hacer la primera y tan esperada hoguera. Alrededor de la misma fuimos poniendo más madera para que se fuese secando, y de esta manera poder alimentar la llama. El gallego y el vasco que habían dejado la cavidad con las primeras luces del día volvieron arrastrando por un cabo un pedazo de cubierta, sobre el que depositaran ropas y armas, principalmente, lo más valioso que traían sin duda eran dos pequeños odres llenos de vino y una barra de embutido muy aguada, pero que con la hambruna reinante fue cortada y repartida equitativamente entre todos y nada mejor podía existir en el mundo que un magnífico vino gallego para acompañarla. Al rematar este fugaz ágape, ordené hacer en la misma playa una gran fosa. Cavamos con nuestras propias manos y con tablones de madera a modo de pala. Pasara ya el mediodía cuando llevábamos depositados en la fosa más de cien cuerpos. Estábamos extenuados. Volvía a llover intensamente por lo que decidimos refugiarnos en la cueva. La hoguera era muy pequeña apenas se podía alimentar, pues la madera que habíamos colocado a su alrededor todavía estaba muy húmeda. Algunos de los hombres fueron haciendo virutillas y pequeñas tiras de madera con sus navajas y cuchillos, como cuando se afanaban en tallar alguna de sus figuras, como entretenimiento a bordo. Los restantes seguimos su ejemplo y en breve, todos ayudamos a que el fuego fuese aumentando y de esta manera conseguimos por fin secar los trozos de madera más grandes. En nuestra segunda noche en la cueva, acostados sobre la fría arena y apretados unos contra otros, miraba detenidamente unas formas sobre el techo de la cavidad rocosa. Me levanté, cogí un leño de la hoguera y lo acerqué a modo de antorcha sobre mi cabeza. Efectivamente, mis ojos no me habían traicionado. El techo estaba cubierto de pinturas primitivas, eran figuras de hombres persiguiendo animales, como dibujos hechos por niños, muy rudimentarios, pero tremendamente expresivos, incluso en una de las escenas que se reproducían un gran animal que se parecía a un jabalí, era ensartado por varias lanzas de los cazadores que lo rodeaban. Mientras la mayoría del grupo dormía o intentaba conciliar el sueño, me dirigí a la parte final de la cavidad que iba descendiendo hasta juntarse la piedra del techo con la arena, fundiéndose en una. Allí atopé restos de una antigua fogata, un círculo de grandes piedras ennegrecidas, y en el medio entre las cenizas, huesos aparentemente de animales.

En nuestro tercer día de supervivencia ordené a un grupo de ocho hombres que se dividieran en dos y que en direcciones opuestas, buscaran una posible salida de este arenal al pie de este inmenso acantilado. El resto nos ocupamos en agrandar la fosa donde íbamos depositando más y más cuerpos de los desdichados náufragos. Las gaviotas los picoteaban y era tal su número que en más de una ocasión tuvimos que ponernos a cubierto corriendo hacia la cueva ante el ataque de cientos de ellas, al ver que las estábamos desposeyendo de los despojos con que el mar las había obsequiado. Cuando dimos por rematada la segunda ampliación de la fosa, y nos hallábamos descansando sobre la arena, sentimos una detonación. Un grupo de hombres que parecían ser de nuestro grupo corrían hacia nosotros, al parecer perseguidos por otro grupo más alejado que los atacaba. Enseguida nos pusimos a la defensiva blandiendo nuestras armas. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de nosotros pudimos observar que se trataba de una cuadrilla de siete soldados con lo que parecía un oficial al mando. Detrás de ellos, un anciano y una joven que vestían harapos, se podría decir que prácticamente iban desnudos, andrajosos. Eran realmente, una patrulla de infantería inglesa, que alertados por el cacique local irlandés, de nuestra presencia en sus tierras, venían a hacernos prisioneros. Nos equivocamos. Temimos al momento por nuestras vidas, pues del grupo de cuatro hombres a los que yo había ordenado buscar una salida de la playa en dirección oeste, y que hacía un instante escapaban de los británicos, sólo quedaban a lo lejos cuatro bultos oscuros e inertes tendidos sobre la arena. Los habían asesinado. La joven y el anciano eran habitantes de la aldea más próxima a nuestra posición, y al mismo tiempo, el lugar habitado más recóndito de la costa oeste irlandesa. Ellos fueron sorprendidos por la guardia personal del cacique local, McCormick, cuando acantilado arriba cargaban con joyas, vestimentas y armas de las que horas antes desvalijaran a nuestros compatriotas fallecidos al irse a pique sus naves. No les quedó otra alternativa que transmitir la noticia al noble de su condado. El cacique irlandés, traicionó por una suma de dinero cuantiosa, tanto a los de su raza como a los que profesaban su misma religión, y nos vendió como esclavos a los herejes británicos, no importándole nuestra condición de católicos. Los soldados ingleses nos ordenaron que nos colocásemos al borde de la fosa. Enseguida nos percatamos que pretendían pasarnos por las armas y en temeraria y gallarda acción nos lanzamos contra ellos. Sus disparos de arcabuz mataron en el acto a seis de los nuestros cuando ni siquiera diéramos el primer paso, sabiendo que la muerte nos alcanzaría. Yo quedé malherido en mi hombro izquierdo, tendido sobre la arena. Los cinco restantes de mis hombres lucharon con honor, como no se podía esperar menos de caballeros de su condición. A daga y espada mataron a tres ingleses, y mientras, el resto de  soldados británicos peleaban, como sólo había visto pelear a los hombres en las tabernas más conflictivas de los puertos del Cantábrico y de Galicia. Tanto el oficial a su cargo, como el cacique irlandés, iban cargando y disparando sus trabucos, cuando veían que el número de españoles les podía sobrepasar. Finalmente, remataron sobre la arena a los dos únicos sobrevivientes. Sólo yo quedé con vida tras la refriega.

Fue el anciano mi muleta y quien me socorrió hasta alcanzar la cima del acantilado, coronado tras una ascensión tortuosa y resbaladiza por la que desembocaba un río en catarata al mar. Hubo tramos en los que se ayudaba de cuerdas para poder salvarlos. Perdí el conocimiento por la gran pérdida de sangre que me produjo la herida de la bala de plomo. Cuando abrí los ojos, la joven que acompañaba al anciano estaba frente a mí, como una virgen a la débil luz de una vela, aseándome y haciéndome las curas de la herida recibida por los ingleses.

            Durante días, el noble local y dueño de estas tierras, McCormick, me visitaba a diario en la choza de esta mujer. Nos comunicábamos en latín y su intención, según me juró, era en cuanto yo estuviese recuperado, trasladarme a su castillo, y desde allí enviar una misiva a España pidiendo una abundante suma de monedas por mi rescate a mi familia. El hecho de que todavía no me hubiese trasladado, no era otro que la presencia de la patrulla inglesa que había asesinado a mis compatriotas alojados en su fortaleza. Permanecían allí aguardando mi llegada. Lo que desconocían los británicos, era que McCormick jamás les dejaría abandonar el Condado de Mayo portando la noticia a Inglaterra de que en la bahía de Tullagham, se habían hundido tres naves de la Spanish Armada y mucho menos que sobreviviesen nobles españoles al desastre.

McCormick organizada opulentos banquetes nocturnos en los que rebosaba a parte de la caza, el licor local extraído de la turba y la cerveza, aparte de las mujeres traídas especialmente desde la aldea de Seastorm todos los miércoles, entre las que se hallaba mi virgen desamparada. McCormick, finalmente asesinó a los cinco ingleses que sobrevivieran a nuestro combate en la playa, más a otros seis que ocupaban aposentos en el interior de su castillo custodiando a su capitán, célebre este, por haber dado muerte personalmente a más de doscientos españoles supervivientes a sus respectivos naufragios a lo largo y ancho de la costa norte escocesa e irlandesa. El cacique irlandés, ató a sus cuerpos a odres que previamente llenara de piedras y los lanzó a la ciénaga para borrar cualquier tipo de huella que lo vinculara con su desaparición. Era precisamente esa ciénaga, la que le profería a su gran fortaleza una defensa natural, pues tras el castillo se hallaba un acantilado vertical de más de doscientos metros de altura que lo hacía inexpugnable. A tamaña fortaleza, sólo se podía acceder en barcaza, cruzando a golpe de remo el gran pantano. Erigiendo esa fortificación habían trabajado como esclavos varias generaciones de hombres de la aldea de Seastorm, encontrando la mayoría la muerte en dicha empresa. Por eso era natural que el número de hombres existentes fuera cinco veces inferior al de mujeres en este pequeño asentamiento.

Pasé un terrible año recluido en los muros del castillo de Kent, hasta que por un despiste de la guardia, disfrazado de mujer, logré salir de la fortaleza en dirección a Seastorm, como de costumbre hacían todos los miércoles las mujeres de la aldea de menos de cincuenta años. A mitad de camino entre la aldea y el castillo, conseguí huir, bordeando la ciénaga que aislaba la fortaleza del mundo exterior. Pasé un año sirviéndome de la caridad de los monjes irlandeses, que me acogieron siempre que las patrullas inglesas me acechaban. Finalmente, gracias a un fraile cristiano y escocés, conseguí embarcar en una nave que zarpó de Edimburgo rumbo a Flandes.

Una vez alcancé tierra de nuestro imperio, y dándome a conocer personalmente al Duque de Parma, me dieron aposento en casa de un rico mercader de Ostende. Allí por fin pude disfrutar de un placentero y prolongado baño. Me ofrecieron ricas y adornadas ropas perfumadas con las que posteriormente asistí a un banquete en mi honor. La velada se prolongó y tras escuchar los presentes de boca de un joven oficial español de treinta años, uno de los episodios más relevantes de la reciente historia, una de las hijas del mercader flamenco, me hizo disfrutar en su alcoba de los placeres carnales que ya no recordaba. Al día siguiente fui reembarcado rumbo a Santander junto a otro contingente de veinticinco hombres, nobles e hidalgos castellanos que habían corrido mi misma suerte.
Nemo patriam quia magna est amat, sed quia sua.

© Fernando Patricio Cortizo 2016.

Foto: Keel beach en County Mayo. https://es.pinterest.com/explore/county-mayo/
Foto: La Invencible navegando frente a Cornualles. Cadro atribuido ao orfebre e retratista británico, Nicholas Hilliard (1547-1619) na corte de Isabel I de Inglaterra.

1 comentario:

  1. Un dos meus episodios históricos preferidos... Se non o que máis. "Los Despojos de la Invencible" foi un texto que escribín fai cinco anos para mandar a un concurso literario. Ao final esquencinme de envialo e ficou cuberto de alghaso e area, ata que as mareas vivas destos días voltaron a sacalo á luz...

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