
Hacía horas que ya
no se escuchaban los zumbidos de los bolaños ingleses. Todo cuanto tuvieron a
su alcance y que fue válido para lanzar como proyectil, lo dispararon contra la Armada española,
desorganizada y vencida antes de que pudiésemos percatarnos. Los navíos
británicos de esbeltas líneas y maniobrados con una destreza envidiable,
aparecían y desaparecían uno tras otro con el barlovento o entre la niebla, causándonos
bajas y daños que empezaban a ser preocupantes. Los panzudos galeones españoles
y portugueses apenas lograban rehacerse ante una maniobra de ataque de los navíos
enemigos. Alguna de las naves castellanas recibió más de quinientos impactos de
proyectiles lanzados por los herejes. Sus cascos se resquebrajaban. El agua salada
que los comenzaba a inundar se mezclaba con la lluvia de astillas, cabullería y
pedazos de madera de sus arboladuras y cubiertas. Había algún navío con su
estructura totalmente barrida por las embestidas artilleras inglesas. Los
imbornales desalojaban sangre de las decenas de cuerpos mutilados y destrozados
que la metralla había sembrado a bordo. Hubo naos españolas que se fueron
alejando de nuestra posición y perdiéndose en el horizonte. Sus tripulantes no
contestaban a nuestras voces de auxilio. Nadie fue capaz de asir varios garfios
de abordaje, que infructuosamente se lanzaron desde la cubierta de la nao veneciana Ragazzona, para posteriormente resbalar
por el casco desmantelado y arrasado del
San Martín, hasta que fueron a caer
al mar. Algunos barcos fueron hechos presas por los piratas ingleses; otros,
maltrechos y navegando muy sumergidos tras los ataques británicos, con sus
dotaciones diezmadas por las heridas del combate y las enfermedades, empezaron
a ser engullidos por los recién desatados temporales otoñales, que a partir de
este preciso instante serían nuestra peor tragedia, tras poner la Armada rumbo norte,
circunvalando las islas británicas dejando atrás Gravelinas y la peligrosa
costa de Flandes. La empresa de invadir Inglaterra había fracasado.
Medina Sidonia, tras
desoír la argucia de Recalde, consistente en atacar a la flota inglesa cuando
ésta todavía permanecía anclada en el estuario de Plymouth a fines del mes de
julio, sin haber tenido tiempo ésta de armarse y avituallarse, se flagelaba en su
cámara semanas después tras comprobar que había cometido una torpeza histórica.
Alonso Pérez de Guzmán y Sotomayor, fracasada la operación anfibia de invadir
Inglaterra junto a las tropas de Farnesio que aguardaban en Flandes su embarque,
ordena a los mandos de los barcos de la Armada que se desplegaran y que regresaran a
España, circunvalando las islas británicas. El objetivo era alcanzar cuanto
antes los puertos del norte de la península ibérica. La empresa soñada por el ambicioso y devoto
rey católico español Felipe II, de conseguir desembarcar e invadir la antigua
britania que pasaría a engrosar su ya basto imperio, se desvanecía, y con ella
la armada más poderosa que pariera la historia: mal concebida, mal gobernada,
sobrecargada de mausoleos flotantes que albergaban a bordo desde ajuares y
séquitos tan despampanantes como inútiles por parte de los numerosos nobles que
acudían en tropel a formar parte de esta comitiva flotante para cubrir de
andanzas y laureles a sus distinguidas familias, apoyando a su rey. Flota
semejante, jamás fuera soportada por la superficie de un océano. Era la
diezmada imagen de la Gran y Felicísima Armada que hacía sólo unas
cuantas semanas mostrábase majestuosa con su abrumadora y temible formación
naval de media luna, ante los ojos de un puñado de ingleses, impávidos,
perplejos y asombrados por unas velas que cubrían el sol.
Llegó la noche y con
ella el hedor del sollado de la tripulación. Ante la tempestad, sólo los
hombres que componían la guardia quedaron sobre la desvencijada cubierta y el
deteriorado castillo de popa de la Rata Santa María Encoronada. El resto de la
tripulación y la oficialidad, se cobijaron de las inclemencias meteorológicas en
sus coys y camaretas, respectivamente. Hacía una hora que el galeno de a bordo me
requirió varios hombres para deshacerse de los cadáveres y de los restos
humanos desmembrados que se apilaban a la entrada de su improvisada enfermería.
La mezcla de olores era simplemente nauseabunda; heces, orina, sudor, sangre,
pólvora y los restos de barriles que contenían agua y vino podridos, bañaban
con el vaivén de las olas el sollado, y todas las cubiertas inferiores del
navío, hasta filtrarse a las bodegas e incluso hasta la cavidad de las piedras del
lastre situadas a tres brazas por debajo de la obra viva del barco. Era bien
entrada la madrugada cuando el Maestre de Campo me desveló para avisarme de que
las ratas ascendían de las bodegas por las escaleras interiores hasta la
cubierta. El barco se hundía. Despertamos a todos los hombres que se podían
valer y formando una cadena comenzamos a achicar agua con baldes, al tiempo que
la bomba succionaba las numerosas vías de agua, que en las últimas horas habían
sumergido la quilla del barco una braza más de su nivel normal. A cada
pantocazo que daba la nave su estructura crujía, parecía que se quebraría por
momentos. No había botes auxiliares que arriar; la primera andanada de
artillería inglesa los había reducido a astillas, y gritar un sálvese el que
pueda en estas condiciones era un suicidio colectivo. Unas tenues luces en la
costa, seguramente fogatas de alerta, delataban que nos hallábamos a menos de
media legua de la inhóspita y lúgubre Albión. Quizás alcanzándola en un último
intento hercúleo, podría producirse el milagro de la salvación. El temporal no cesó en toda la noche y la
desesperación nos devoraba. Nuestra mayor preocupación seguía siendo el timón.
Hallábase en tal mal estado, que fue necesario durante toda la noche, hasta en
tres ocasiones, hacer descender a un marinero colgado de un cabo por la
cintura, arriado éste desde la balaustrada de popa para que con la fuerza e
inercia de su balanceo, lo golpease con un mazo amarrado a su muñeca y lograra
así desencajar el eje de hierro de los pernos mordidos por un cañonazo enemigo.
La furia del océano se había encargado de destrozarlo, si cabe aún más, y
apenas la superficie existente de dicha pieza era ya capaz de gobernar el rumbo
del barco sobrecargado y sumergido en extremo.
Con las primeras
luces del día descubrimos que nos hallábamos solamente a unos cuantos cables de
la costa, entre los abruptos acantilados. De repente, la quilla del navío se
golpeó contra un escollo sumergido, escorándose éste peligrosamente a estribor
apoderándose la histeria de la tripulación. Pasamos rozando una punta que se
adentraba en el mar, y justo al salvarla, descubrimos una gran bahía que
mostraba en su parte más resguardada al sureste, la suave línea de una gran
playa. No hubo tiempo para más. Mientras saltábamos a las congeladas y agitadas
aguas, pudimos observar como a lo lejos, en la suave rompiente del arenal,
flotaban decenas de bultos oscuros, meciéndose al antojo de las olas. Eran almas
seguramente pertenecientes a la tripulación de otro barco de la Armada, que se perdiera en este
apartado paraje, olvidado de la mano de Dios. La tripulación abandonaba el
barco como podía. El capellán de a bordo, antes de saltar a las gélidas aguas
se apresuró a volver a sus dependencias para de ellas rescatar del naufragio,
sus relicarios y la bolsa de monedas de oro que el rey Felipe II en persona le
había entregado, como pago adelantado a su fidelidad, poniéndose al servicio de
la cristiandad con la promesa de llevar, extender e implantar la palabra de
Dios en tierras de la hereje Inglaterra. Cuando apareció de nuevo en cubierta,
prácticamente no quedaba nadie por abandonar el barco. Aguardé por él y le
ayudé a saltar al mar, no sin antes advertirle de que el sobrepeso fruto de su
codicia, no le ayudaría a alcanzar la orilla. La mitad de la cubierta estaba
bajo las aguas cuando al fin abandonamos la
Rata. Nos manteníamos a flote como podíamos. Había una
gran corriente que nos alejaba de la orilla a mar abierto. No logramos
sobrepasar el casco de la nave, que amenazaba con volcar por completo y engullir
a todos los que en ese momento hallábanos pegados a su costado sumergido de
estribor. Don Ildefonso, el capellán de a boro, estaba tragando muchísima agua.
Sus gruesos ropajes, junto al peso de las joyas y de las monedas que había depositado
en el interior de un zurrón que colgaba de su cuello, le hicieron desaparecer
finalmente bajo las oscuras y turbulentas aguas de este mar infernal, testigo
de nuestro trágico destino. No pude hacer absolutamente nada por socorrerle a pesar
de encontrarme a escasas tres brazadas de él. De repente pasó por delante de mí
una pipa, la cual llevaba amarrada a su alrededor un cabo, utilizado para
fijarla en la cubierta del navío. Alcancé el chicote y fui cobrando el amarre
hasta poder abrazarme a ella. Conseguí introducir mi mano izquierda entre la vuelta
del cabo y la madera, quedando ésta bastante aprisionada entre ambos. La
corriente me había alejado del barco del que sólo se veía ya levemente, parte
de su costado de babor asomando por la superficie del mar. Me dirigí hacia el
centro de la playa alejándome de la zona de la corriente. El barril me permitía
mantenerme a flote y descansar sin necesidad de tener que mover ningún miembro
de mi cuerpo, entumecidos y rígidos por el frío. Poco a poco me fui acercando a
la orilla que estaba atestada de cadáveres. El poco calado hacía que las olas
rompieran sobre el lecho arenoso que en ese preciso instante deseaba pisar.
Solté mi mano izquierda presa entre el cabo y la gran pipa y me deshice
definitivamente de mi salvador. Mientras intentaba mover a toda prisa mis
piernas y brazos, de entre la blanca espuma surgió una cabeza seguida de su
cuerpo inerte. La visión que se mostraba ante mí de ese cadáver era
fantasmagórica. Unos ojos desorbitados perdidos entre el pánico y la tragedia,
un rostro desfigurado producto de haber recibido algún golpe contundente contra
alguna parte de la nave al querer abandonarla apresuradamente, o bien, contra
alguna piedra, mientras luchaba por no perecer ahogado. La mandíbula inferior
de este desdichado estaba rota y desencajada, y meciendo el océano su cuerpo parecía
que me estuviese implorando. Al fin sentí el golpe de mis piernas contra la
arena. Sin tiempo a incorporarme, una ola me lanzó contra la orilla. Me
arrastré hasta alcanzar el tramo de arena seca. Erguinme y contemplé la ribera a ambos lados. La visión que
ofrecía la playa era el mismo inferno
descrito por el florentino Dante. Había decenas de cuerpos tumbados sobre la
arena, y otros tantos flotando por los alrededores… Sucumbieron al desastre en
una tierra hostil y desconocida, en la misma jornada del 17 de septiembre de
1588, en el interior de la bahía de
Blacksod, en la ensenada de Tullaghan, en el inhóspito litoral del Condado de
Mayo. Nuestros huesos habían ido a parar a las costas de Irlanda. Estas nuevas
las conocí tras vivir este dramático episodio, que narro a continuación…
De repente escuché
voces tras de mí, pertenecientes a un grupo de supervivientes. Apenas una
veintena de hombres cuyo único oficial entre ellos, recaía en mi persona. Presto,
organicé dos grupos, principalmente, para mantenernos ocupados y alerta, pues
no sabíamos entonces en que parte nos encontrábamos de las islas. Nuestra
esperanza residía en que nuestro Señor Jesucristo, nos hubiese permitido salvar
nuestras vidas en tierras cristianas de Irlanda a salvo de los infieles
ingleses. Lo primero que hicimos fue armarnos con las dagas y espadas con las
que fuimos despojando a los náufragos fallecidos. Ellos por desgracia ya no las
necesitarían.

Posteriormente, como se
avecinaba una noche fría y húmeda, recolectamos pedazos de madera provenientes
de los despojos de los tres naufragios, y las fuimos apilando en una cueva que
existía en la parte central de la gran playa bajo el gigantesco acantilado que
coronaba la costa. Cuando consideramos que teníamos suficiente, nos tiramos a
descansar en la arena. Al rato empezó a llover torrencialmente, refugiándonos
en la caverna. Allí, intentamos sin éxito, hacer fuego con un trozo de lienzo y
dos palos muy húmedos. Entre la incertidumbre de hallarnos en un lugar desconocido
rodeados de cadáveres, muertos de hambre y de frío nos alcanzó la noche. Todos
apretados para darnos calor intentamos conciliar el sueño en unas condiciones
deplorables. En un momento de la madrugada me desvelé y pude comprobar como los turnos de
guardias que había ordenado no se habían cumplido. Existía una tenue luz que
iluminaba la entrada de la cueva proveniente de la luna. No se veía a ningún
hombre a su entrada custodiándola. No tuve fuerzas para averiguar quién era el
que había quebrantado mi disciplina, y mucho menos, ganas de perder el poco
calor que me producía el hacinamiento obligado con el resto de los hombres.
El
día amaneció como había anochecido el anterior, diluviando sin cesar. Dos
hombres del grupo habían abandonado la cueva para buscar entre los restos de
los naufragios algún género aprovechable. El resto desentumeciéndonos de la
humedad y no habiendo dormido lo necesario, nos afanamos en hacer fuego.
Algunos tablones quebrados y algún otro trozo de madera junto a los pedazos de
lonas y lienzos que el día anterior no consiguieran quemarse, tras secarse con el
calor corporal durante la noche, nos permitieron por fin hacer la primera y tan
esperada hoguera. Alrededor de la misma fuimos poniendo más madera para que se
fuese secando, y de esta manera poder alimentar la llama. El gallego y el vasco
que habían dejado la cavidad con las primeras luces del día volvieron
arrastrando por un cabo un pedazo de cubierta, sobre el que depositaran ropas y
armas, principalmente, lo más valioso que traían sin duda eran dos pequeños
odres llenos de vino y una barra de embutido muy aguada, pero que con la
hambruna reinante fue cortada y repartida equitativamente entre todos y nada mejor
podía existir en el mundo que un magnífico vino gallego para acompañarla. Al
rematar este fugaz ágape, ordené hacer en la misma playa una gran fosa. Cavamos
con nuestras propias manos y con tablones de madera a modo de pala. Pasara ya
el mediodía cuando llevábamos depositados en la fosa más de cien cuerpos.
Estábamos extenuados. Volvía a llover intensamente por lo que decidimos refugiarnos
en la cueva. La hoguera era muy pequeña apenas se podía alimentar, pues la
madera que habíamos colocado a su alrededor todavía estaba muy húmeda. Algunos
de los hombres fueron haciendo virutillas y pequeñas tiras de madera con sus
navajas y cuchillos, como cuando se afanaban en tallar alguna de sus figuras,
como entretenimiento a bordo. Los restantes seguimos su ejemplo y en breve,
todos ayudamos a que el fuego fuese aumentando y de esta manera conseguimos por
fin secar los trozos de madera más grandes. En nuestra segunda noche en la
cueva, acostados sobre la fría arena y apretados unos contra otros, miraba
detenidamente unas formas sobre el techo de la cavidad rocosa. Me levanté, cogí
un leño de la hoguera y lo acerqué a modo de antorcha sobre mi cabeza.
Efectivamente, mis ojos no me habían traicionado. El techo estaba cubierto de
pinturas primitivas, eran figuras de hombres persiguiendo animales, como
dibujos hechos por niños, muy rudimentarios, pero tremendamente expresivos,
incluso en una de las escenas que se reproducían un gran animal que se parecía
a un jabalí, era ensartado por varias lanzas de los cazadores que lo rodeaban.
Mientras la mayoría del grupo dormía o intentaba conciliar el sueño, me dirigí
a la parte final de la cavidad que iba descendiendo hasta juntarse la piedra
del techo con la arena, fundiéndose en una. Allí atopé restos de una antigua
fogata, un círculo de grandes piedras ennegrecidas, y en el medio entre las
cenizas, huesos aparentemente de animales.
En nuestro tercer
día de supervivencia ordené a un grupo de ocho hombres que se dividieran en dos
y que en direcciones opuestas, buscaran una posible salida de este arenal al
pie de este inmenso acantilado. El resto nos ocupamos en agrandar la fosa donde
íbamos depositando más y más cuerpos de los desdichados náufragos. Las gaviotas
los picoteaban y era tal su número que en más de una ocasión tuvimos que
ponernos a cubierto corriendo hacia la cueva ante el ataque de cientos de
ellas, al ver que las estábamos desposeyendo de los despojos con que el mar las
había obsequiado. Cuando dimos por rematada la segunda ampliación de la fosa, y
nos hallábamos descansando sobre la arena, sentimos una detonación. Un grupo de
hombres que parecían ser de nuestro grupo corrían hacia nosotros, al parecer
perseguidos por otro grupo más alejado que los atacaba. Enseguida nos pusimos a
la defensiva blandiendo nuestras armas. Cuando estuvieron lo suficientemente
cerca de nosotros pudimos observar que se trataba de una cuadrilla de siete
soldados con lo que parecía un oficial al mando. Detrás de ellos, un anciano y
una joven que vestían harapos, se podría decir que prácticamente iban desnudos,
andrajosos. Eran realmente, una patrulla de infantería inglesa, que alertados
por el cacique local irlandés, de nuestra presencia en sus tierras, venían a
hacernos prisioneros. Nos equivocamos. Temimos al momento por nuestras vidas,
pues del grupo de cuatro hombres a los que yo había ordenado buscar una salida
de la playa en dirección oeste, y que hacía un instante escapaban de los
británicos, sólo quedaban a lo lejos cuatro bultos oscuros e inertes tendidos sobre
la arena. Los habían asesinado. La joven y el anciano eran habitantes de la
aldea más próxima a nuestra posición, y al mismo tiempo, el lugar habitado más
recóndito de la costa oeste irlandesa. Ellos fueron sorprendidos por la guardia
personal del cacique local, McCormick, cuando acantilado arriba cargaban con
joyas, vestimentas y armas de las que horas antes desvalijaran a nuestros
compatriotas fallecidos al irse a pique sus naves. No les quedó otra
alternativa que transmitir la noticia al noble de su condado. El cacique
irlandés, traicionó por una suma de dinero cuantiosa, tanto a los de su raza
como a los que profesaban su misma religión, y nos vendió como esclavos a los
herejes británicos, no importándole nuestra condición de católicos. Los
soldados ingleses nos ordenaron que nos colocásemos al borde de la fosa.
Enseguida nos percatamos que pretendían pasarnos por las armas y en temeraria y
gallarda acción nos lanzamos contra ellos. Sus disparos de arcabuz mataron en
el acto a seis de los nuestros cuando ni siquiera diéramos el primer paso, sabiendo
que la muerte nos alcanzaría. Yo quedé malherido en mi hombro izquierdo,
tendido sobre la arena. Los cinco restantes de mis hombres lucharon con honor,
como no se podía esperar menos de caballeros de su condición. A daga y espada mataron
a tres ingleses, y mientras, el resto de soldados británicos peleaban, como sólo había
visto pelear a los hombres en las tabernas más conflictivas de los puertos del
Cantábrico y de Galicia. Tanto el oficial a su cargo, como el cacique irlandés,
iban cargando y disparando sus trabucos, cuando veían que el número de
españoles les podía sobrepasar. Finalmente, remataron sobre la arena a los dos
únicos sobrevivientes. Sólo yo quedé con vida tras la refriega.
Fue el anciano mi
muleta y quien me socorrió hasta alcanzar la cima del acantilado, coronado tras
una ascensión tortuosa y resbaladiza por la que desembocaba un río en catarata
al mar. Hubo tramos en los que se ayudaba de cuerdas para poder salvarlos.
Perdí el conocimiento por la gran pérdida de sangre que me produjo la herida de
la bala de plomo. Cuando abrí los ojos, la joven que acompañaba al anciano
estaba frente a mí, como una virgen a la débil luz de una vela, aseándome y haciéndome
las curas de la herida recibida por los ingleses.
Durante
días, el noble local y dueño de estas tierras, McCormick, me visitaba a diario
en la choza de esta mujer. Nos comunicábamos en latín y su intención, según me juró,
era en cuanto yo estuviese recuperado, trasladarme a su castillo, y desde allí enviar
una misiva a España pidiendo una abundante suma de monedas por mi rescate a mi
familia. El hecho de que todavía no me hubiese trasladado, no era otro que la
presencia de la patrulla inglesa que había asesinado a mis compatriotas alojados
en su fortaleza. Permanecían allí aguardando mi llegada. Lo que desconocían los
británicos, era que McCormick jamás les dejaría abandonar el Condado de Mayo
portando la noticia a Inglaterra de que en la bahía de Tullagham, se habían
hundido tres naves de la
Spanish Armada y mucho
menos que sobreviviesen nobles españoles al desastre.
McCormick organizada
opulentos banquetes nocturnos en los que rebosaba a parte de la caza, el licor
local extraído de la turba y la cerveza, aparte de las mujeres traídas
especialmente desde la aldea de Seastorm todos los miércoles, entre las que se
hallaba mi virgen desamparada. McCormick, finalmente asesinó a los cinco ingleses
que sobrevivieran a nuestro combate en la playa, más a otros seis que ocupaban
aposentos en el interior de su castillo custodiando a su capitán, célebre este,
por haber dado muerte personalmente a más de doscientos españoles
supervivientes a sus respectivos naufragios a lo largo y ancho de la costa
norte escocesa e irlandesa. El cacique irlandés, ató a sus cuerpos a odres que previamente
llenara de piedras y los lanzó a la ciénaga para borrar cualquier tipo de
huella que lo vinculara con su desaparición. Era precisamente esa ciénaga, la
que le profería a su gran fortaleza una defensa natural, pues tras el castillo
se hallaba un acantilado vertical de más de doscientos metros de altura que lo
hacía inexpugnable. A tamaña fortaleza, sólo se podía acceder en barcaza,
cruzando a golpe de remo el gran pantano. Erigiendo esa fortificación habían
trabajado como esclavos varias generaciones de hombres de la aldea de Seastorm,
encontrando la mayoría la muerte en dicha empresa. Por eso era natural que el
número de hombres existentes fuera cinco veces inferior al de mujeres en este pequeño
asentamiento.
Pasé un terrible año
recluido en los muros del castillo de Kent, hasta que por un despiste de la
guardia, disfrazado de mujer, logré salir de la fortaleza en dirección a
Seastorm, como de costumbre hacían todos los miércoles las mujeres de la aldea
de menos de cincuenta años. A mitad de camino entre la aldea y el castillo,
conseguí huir, bordeando la ciénaga que aislaba la fortaleza del mundo
exterior. Pasé un año sirviéndome de la caridad de los monjes irlandeses, que
me acogieron siempre que las patrullas inglesas me acechaban. Finalmente,
gracias a un fraile cristiano y escocés, conseguí embarcar en una nave que
zarpó de Edimburgo rumbo a Flandes.
Una vez alcancé
tierra de nuestro imperio, y dándome a conocer personalmente al Duque de Parma,
me dieron aposento en casa de un rico mercader de Ostende. Allí por fin pude
disfrutar de un placentero y prolongado baño. Me ofrecieron ricas y adornadas ropas perfumadas
con las que posteriormente asistí a un banquete en mi honor. La velada se
prolongó y tras escuchar los presentes de boca de un joven oficial español de treinta
años, uno de los episodios más relevantes de la reciente historia, una de las
hijas del mercader flamenco, me hizo disfrutar en su alcoba de los placeres
carnales que ya no recordaba. Al día siguiente fui reembarcado rumbo a Santander
junto a otro contingente de veinticinco hombres, nobles e hidalgos castellanos que
habían corrido mi misma suerte.
Nemo patriam quia magna est amat, sed quia
sua.
© Fernando Patricio Cortizo 2016.
Foto: Keel beach en County Mayo. https://es.pinterest.com/explore/county-mayo/
Foto: La Invencible navegando frente a Cornualles. Cadro atribuido ao orfebre e retratista británico, Nicholas Hilliard (1547-1619) na corte de Isabel I de Inglaterra.